Las mañas o la llegada de pan, de Paco Zarzoso (Sala Ultramar, Valencia. Del 8 al 18 de octubre de 2020) | por Óscar Brox
Pensaba en cómo empezar esta reseña. Lo haré con un inicio fulgurante: me encanta la habilidad que tiene Paco Zarzoso para trasladar la imaginación a las palabras. Para jugar con el lenguaje y sus usos y caracolear entre lo cotidiano y lo esperpéntico. Me gusta que se note la presencia de un texto (tanto como para querer leerlo tras la función) y, asimismo, que el ritmo lo marquen los diálogos, los intercambios y las réplicas, los monólogos y esa panoplia de gestos que, con solo cuatro personajes, condensan el refrío y la soledad de una España vaciada. Con ironía, esperpento y, también, calidez. Dignidad, mejor dicho. Y política, porque la risa en su obra no es gratuita; cada frase telegrafía un estado de ánimo, cada situación imagina una anécdota, unos recuerdos, unas memorias heredadas que, prácticamente, hablan de cualquier lugar de España. Basta la silueta de un toro de Osborne para identificarlo.
La escena es mínima: tres sillas, un ataúd, una mesita y una muñeca Nancy. Y, sin embargo, es poner el oído y escuchar a sus tres intérpretes principales y encontrarlo todo: el pedregal, la retama, los vientos, el canto del gallo, la raposa, el frío y a esas tres hermanas que entretienen su vacío vital mientras esperan el regreso del panadero. La sorpresa. Ese algo que ponga una nota de color en un paisaje descrito con las mismas palabras, limitado por los mismos rostros, vaciado de vida y, en fin, de porvenir. La España moribunda que desaparece consumida en su mundo minúsculo.
Zarzoso colisiona pasado y presente en sus personajes. Escuchamos sus diálogos con esa musicalidad y ritmo febriles, intercambios de bofetones que nos sumergen en la mejor tradición del esperpento. Y, al mismo tiempo, observamos todos esos matices que reorientan la obra hacia el presente: hacia esa España cicatera e interesada, centralista y politizada hasta el tuétano, que ha dejado la vida rural en un plano secundario. Segundón. Crítico. Hablamos de la risa, de lo grotesco, del absurdo, pero también de ese derroche de palabras con el que el dramaturgo infunde una segunda vitalidad a sus personajes. Vemos a Las mañas como un trío de hermanas al borde de la vejez, pero sentimos en ellas ese punto de inocencia juvenil, de juegos inventados y esa pizca de malicia y rivalidad, de sueños perdidos y reencontrados, con la que exploran su madurez. Con la que infunden cuerpo a la vieja zorra que acecha lo que queda la casa familiar, el olor de la muñeca tuerta y paticoja o la desaparición de todos aquellos personajes con los que construir un mundo.
Tanto Zarzoso como Marcos Sproston, en su doble papel de actor y director, ajustan la obra a lo básico: construir, deconstruir y reconstruir a unos personajes que se erigen en metáfora de España. Explorar flaquezas y mezquindades, nostalgias compartidas y disparates en busca de sentimientos. Dejar, en definitiva, hablar al pasado. A lo que queda. A lo que resiste. Esa lengua rica y retorcida entre juegos con el lenguaje y réplicas endiabladas. Esa muerte que tiene más de transfiguración, de festiva resurrección toda vez que las hermanas encuentran un motivo para continuar con esas vidas a priori anodinas. Esa jota aragonesa al ritmo de una sinfonía de Beethoven. Esa ligereza, esa facilidad con la que autor y director acogen lo paródico sin resultar burlesco, resaltando la alegría, la singularidad, de un lugar insignificante. Las vidas mínimas que de tanto agitarse revuelven todos esos espacios familiares que de una u otra manera no hemos conseguido olvidar.
Las mañas o la llegada de pan plasma la experiencia dramática del teatro, en el sentido de que todo lo que vemos, todo lo que escuchamos, arranca un poco de vida donde solo hay un escenario casi vacío y un cuarteto protagonista. Y los huevos del toro de Osborne, ya de paso, que también se los tocan en plena performance aragonesa. La obra tiene la gracia en su sitio y ese desparpajo con el que las dos actrices y los dos actores saben incorporar los diálogos a sus gestos, a sus movimientos, desde ese ballet de cuerpos mecánicos a la alegre locura de tres hermanas que no saben qué más hacer para no caer en el vacío de unas vidas anodinas. Si antes hablaba de la presencia del texto, resulta conveniente señalar también el espacio, la escena. La presencia de cada elemento y la sencillez con la que Sproston se vale de todo ello para invitar al espectador a ponerlo en imágenes. Para contarle esa otra historia de la España vaciada vaciando, él también, el escenario de todo lo innecesario. Basta con los actores, un par de cosas y ese texto que pasa como un torbellino por las butacas. Feroz, divertido, provocador y juguetón. Complejo (nada en el esperpento, en la crónica negra o en la España sumergida es gratuito, y menos aún la utilización por parte de Zarzoso) sin por ello dejar de ser ligero. Potente, hilarante y, definitivamente, desprejuiciado. Una obra pequeña, perfectamente engrasada, que nos enseña la importancia de un dramaturgo y las lecciones básicas del teatro (estas, por cierto, las dice Juan Mayorga): enseñar a escuchar, a fijarse y a estar atento.